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Catemaco, en Veracruz,  parece estar decidido a despojarse de su imagen de centro de artes ocultas. En mi anterior visita, los chamaquitos salían al paso de mi automóvil con banderitas, ofreciéndose como guías para llevarme a conocer la guarida de algún nigromante. En la calle repartían volantes a los transeúntes. Un prestidigitador anunciaba sus servicios en un tablón de anuncios. En puestos del mercado se vendían amuletos y filtros de amor. Ahora ya no.


Se ha dicho que los pobres, cuando se enferman, consultan a los curanderos y sólo cuando están desesperados buscan ayuda médica auténtica. Los ricos, a su vez, se supone que piden remedios mágicos sólo cuando sus médicos son incapaces de curarlos. En realidad, la mayoría de los peregrinos solían llegar a Catemaco con el corazón roto. Buscaban ganar el favor cuando su amor no era correspondido o atraer de nuevo a un descarriado amante.
Una mujer que conozco me contó que hace unos años visitó a uno de esos practicantes. Lo hizo a instancias de un curioso cónyuge que era demasiado macho para tener trato personal con los magos.
El consultorio era austero, según recordaba la dama. Una mesa, dos sillas. En la pared, un calendario policromo ofrecía el único decorado interior. No había calaveras, ni gatos, ni cirios. Una vez sentada, se sintió nerviosa, casi incapaz de hablar, sin saber qué decir.
Su interlocutor parecía ser un amable campesino. Rápidamente ella se sintió tranquilizada. “No hace falta que me explique,” le dijo. “Lo veo todo, lo sé todo. Usted está aquí por  su marido.”
Ella asintió con la cabeza.
“Usted está aquí porque él le es infiel.”
Tal vez no debiera sorprenderme que los brujos ya no hagan publicidad.
Hoy día el principal atractivo de Catemaco es el lago. Dos de sus islas están habitadas por descendientes de unos monos asiáticos sin cola traídos a México en tiempo inmemorial para hacer una película. A los turistas los llevan en lancha a verlos. Al visitante se le insta a comprar plátanos como manjar simiesco. La mañana que estuve allí, los changos no hacían caso de los plátanos. Les han dado tantos manjares que están tan gordos que se contonean como patos por su isla.
La carne de chango, que en tiempos fue un manjar local, ya no se encuentra en los menús de los restaurantes de Catemaco. Se hace hincapié en la ecología. Sin embargo, hay mucha magia en la campiña que rodea a Catemaco.
Tal vez sea comprensible el reciente desencanto por la magia. Dicen que los ritos y rituales eran originalmente olmecas. Tal vez alguien observó que no sirvieron de mucho a los olmecas, desaparecidos hace mucho tiempo, dejando tras de sí sólo sus esculturas. Tampoco la brujería fue de gran beneficio para Catemaco. Las ciudades vecinas se ven mucho más prósperas. Esos hechiceros que supuestamente podían invocar un misterioso poder del más allá  parecen haber sacado poco provecho de sus dotes. Como dice el dicho, “Si eres tan listo, ¿por qué no eres rico?”


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